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UNA FORMA DE VIVIR LA SEMANA SANTA


La Semana Santa de Sevilla, tópicos, poesía, prosa y estereotipos aparte, es la fiesta que más me gusta por lo que representa y por lo que sentimos. Últimamente, también me produce el estímulo de imborrables recuerdos de momentos pasados.

Desde muy pequeño estuve vinculado a la Hermandad de mi barrio de San Julián: La Hiniesta. Cofradía de amplia raigambre y muy popular entre el vecindario.

Mis recuerdos infantiles del Domingo de Ramos son de misa de palmas y ramas de olivo, de nazareno de Virgen, de raso azul y capa blanca, de olor a pan frito con vino y miel. Aún puedo sentir los nervios, mariposas en la barriga, cuando caminaba hacia la parroquia por la calle Duque Cornejo.

Todavía siento el sudor de la primavera sevillana bajo un capirote acostumbrado a tan larga estación de penitencia. Un paseo hacia la eternidad que recorre esas calles también de sonoro nomenclator sevillano: Macarena, Fray Diego de Cádiz (vulgo Rubio), Pumarejo, Relator, Alameda, Trajano, Doña María Coronel, Bustos Tavera, San Marcos, Pasaje Mallol, Plaza de la Moravia

El día siguiente amanecía más tarde. Bien entrada la mañana, el sol inundaba el patio de mi casa, como la del poeta universal –mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla- que olía al incienso que ofrecían mis tías y al cuarto de plancha… ¡cuantas horas de plancha y estraza de mi madre y abuelas!

Cuando por obligación se abandonan esos primeros años se toma conciencia de otra Semana Santa alejada de bolas de cera y caramelos “El Turco”. El hecho religioso y el aspecto costumbrista se adaptan a la óptica propia de la madurez juvenil. Entonces alcanzas a comprender que la Semana Santa tiene una enorme dimensión escénica, la que le otorga la fama universal a nuestra fiesta e inunda todos los sentidos. Mis mejores recuerdos son de esos años mozos.

De nuevo me veo vistiendo la túnica nazarena de mis hermanos de Los Estudiantes. Mi otro Cristo de la Buena Muerte. Esta vez acompaño a la Virgen de la Angustia, de ruán negro y cinturón de esparto, en el tramo del Guión de la Facultad de Derecho, tras Él, porque que me ha llamado: “toma tu cruz y sígueme…”

Cierro los ojos y veo, por un hueco indiscreto entre las ramas de un naranjo, ante la fachada principal de la parroquia del Divino Salvador, una mirada mantenida entre dos jóvenes. En su sonrisa se adivina, además de un flechazo juvenil, los nervios del primer Jueves Santo de mantilla y oficios.

En la penumbra de mis pensamientos creo percibir el olor a incienso mezclado de una hermandad de barrio, el seco amartillar de un llamador de plata y el lejano sonido de unas bambalinas que parecen una dulce letanía metálica. Mientras, un Nazareno parece caminar por la Plaza de la Gavidia, va abrumado bajo el peso de su cruz. En sus manos está el futuro de la Humanidad y pronto resucitará para crear un mundo nuevo.

Veo la vorágine de paz de una calle inundada de gente en la que sólo se escucha el silencio de la banda de música, porque nadie en la monumental bulla puede apartar sus cinco sentidos del rostro de la Esperanza cuando pasa por el mercado de la calle Feria. La Esperanza Macarena sigue los pasos de su Hijo que le precede –de costero a costero- por Correduría o la Alameda de Hércules, mientras escucha impávido la Sentencia más injusta de la historia.

Me siento orgulloso de mis mayores, de lo que me enseñaron, de ellos heredé una forma de vivir la Semana Santa de Sevilla, la que vivo, la que sigo haciendo. Me siento depositario de todo eso y soy responsable de cuidarlo y transmitirlo.

Hoy, ya de vuelta a casa con paso cansado y una bola de cera en sus inocentes manos, mi hija Paula me ha preguntado: ¿Papá el año que viene podré salir de nazarena en la Hiniesta?

Sonrío. Ya sé que la herencia, la tradición y las costumbres se han salvado. Perdurarán para siempre, aún cuando ya no podamos verlo.

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